lunes, 31 de marzo de 2008

El amargo destino de los aleros

Lo vimos hace unos días por las inmediaciones del Parque La Victoria. Habíamos leído a Edberto Vera Manzo en la revista Estadio, hace de esto algunos años, un relato de la tragedia que vivía aquel wing derecho guayaquileño de los años 50. No imaginamos que había llegado a tanto. Allí estaba él. Con un extraño brillo en sus ojos verde opaco. No nos reconoció porque hace mucho que el alcohol ha tendido un velo en su mente. Maltratado por la vida, por el destino que él mismo escribió. Casi sin salida. Y recordamos un artículo del periodista argentino Rodolfo Bracelli y sus frases dolorosamente reales: “Los wines (especie en extinción) transitan muy raudamente por la orilla de la cancha. Por un misterio nunca descifrado, algunos wines derechos persisten, y en la vida también andan por el borde, por la misma cornisa. Que se sepa, la cornisa no es sitio seguro. Es el lugar más cercano al abismo. No caigamos en la tentación de dar lecciones de vida. Asomémonos a conocerlos, si es posible, con ternura. Uno dice wing derecho y dice loco, y dice talento inapreciable, y dice drama, y dice Garrincha, y dice Corbatta, y dice Houseman. Para ellos la locura creativa era una rutina. Jugaron al fútbol sin olvidarse de jugar a la pelota. Y nos alegraron la vida. Pero la vida de ellos la vivieron, la viven, sin el abrigo de la gloria, sumergidos en un menudo cataclismo ocasionado tanto por la inocencia como por el alcohol. Imposible domesticarlos. Así en la cancha como en la vida”.

Ya murió el más célebre alero del fútbol mundial: Manuel dos Santos, Garrincha. Estuvo en Guayaquil el 12 de agosto de 1954 cuando Botafogo enfrentó a Valdez en el Capwell. Era aún jovencito pero ya había causado sensación en Brasil. En el viejo estadio de la calle San Martín puso en jaque a Leonardo Mondragón primero y a Carlos Serrado después. Estuvo en la selección de Brasil en 1957 y fue al Mundial en 1958 como suplente de Joel. Cuando no andaba la ofensiva los técnicos apelaron a Garrincha y a Pelé que entonces tenía 17 años. Se ordenó la revisión médica y el dictamen para el alero fue negativo: “Ese tipo tiene botellas en la cabeza”. Didí y Nilton Santos intercedieron: “Doctor, crea en nosotros. Déjelo entrar que él nos hará ganar la Copa”. La historia es conocida. Su dribbling endemoniado, su llegada cerca del palo y sus centros rasantes asentaron la fama de goleadores de todos los que jugaron a su lado y dieron a Brasil dos Copas del Mundo. Murió a los 49 años consumido por su irreprimible afición al alcohol, pero nadie podrá olvidar el más grande show que hayamos visto cuando Barcelona cayó ante Botafogo por 5 a 0 y Garrincha destrozó a todos los que se le pusieron frente a él. Fue en el Estadio Modelo en enero de 1963.

Oreste Omar Corbatta era un muchacho campesino que llegó en 1955 con lo que tenía puesto a Racing Club de Avellaneda. Tenía 19 años. En 15 de diciembre de 1956 estuvo en el Capwell la tarde en que Emelec venció al Racing de Domínguez, Anido, García Pérez, Jiménez, Cap, Sivo, Corbatta, Cupo, Blanco, Pizzutti y Mendiburu por 2 a 1, estrenando el 4-2-4. Pocos meses después era la estrella de una selección argentina inolvidable: la de 1957. Formó la delantera de “los carasucias” con Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz. Era el crack en un equipo de estrellas que comandaba Pipo Rossi, pero era también “un ser solitario y desprotegido, escondido detrás de un jugador genial” como lo definió Julio César Pasquato (Juvenal). De Racing fue a Boca, Independiente Medellín, San Telmo y finalmente Tiro Federal de Río Negro en 1973 cuando el alcohol lo había convertido en una caricatura del mejor puntero derecho del mundo que fue. Hoy alterna la miseria con periódicas estancias en el Hospital Fiorito y un rincón en el vestuario de visitantes del estadio de Racing donde duerme.

En la década del 60 sorprendió al mundo un jovencito irlandés genial, desenfadado, divertido y sorprendente: George Best. En Belfast lo descubrió el legendario Matt Busby, entrenador del Manchester. Pronto opacó la fama de Bobby Charlton y capitalizó la idolatría de los fanáticos ingleses. Pero fue otra víctima de la vida escandalosa y disipada. “Se bebió todo de un sorbo. Su nombre y apellido aparecieron mezclados en las noticias de fútbol, de espectáculos y de escándalos” expresó Pasquato. Arrimado a algún bar debe andar hoy, alejado ya de la fama y la idolatría que alcanzó algún día.

A los 37 años, René Orlando Houseman no es sólo kilos demás; es también “la barba lampiña, mal afeitada, ojos enrojecidos, el pulso sin sosiego. Pelo entrecano que se suma a una piel blanca, casi harina, de los que andan ya arriba de los sesenta y no van ni a la plaza” dice Arcelli. No queda nada de aquel pibe que Menotti descubrió en Defensores de Belgrano y proyectó a la fama en el Huracán de 1973 cuya línea de ataque es añorada: Houseman, Brindisi, Avallay, Babington y Larrosa. Tambaleante, escorado hacia las paredes transita de “El insólito” a “El perro negro”, los bares que hoy cobijan al hábil puntero derecho de Argentina en los Mundiales de 1974 y 1978.

Por eso, cuando lo divisamos en las inmediaciones de nuestro viejo barrio de La Victoria, buscando el consuelo de la intoxicación alcohólica, astroso, mendicante, sentimos la nostalgia de los tiempos del Capwell donde lo vimos desplazarse raudo por la punta derecha. Chacarita Juniors, Norteamérica, la selección del Guayas, Valdez, todo quedó atrás. Emilio Márquez o “El gato” Márquez es sólo la sombra del joven que debutó el 22 de julio de 1956 formando el ataque de Norte con Tomás Egas, Ojeda, Cordero y Víctor Quevedo. En Valdez tuvo, en 1958, una gran temporada ganándole el puesto al peruano Loza y alineando con Otoya, el argentino Aurelio Moyano, Titán Altamirano y Pepe Aquiño. Una vida desperdiciada por un muchacho de barrio al que nadie auxilia hoy y que, en un banco del parque, espera la misma suerte que un día se llevó, en el mismo sitio, a Clemente de la Torre.
(Abril 15 de 1990)

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